miércoles, 8 de julio de 2015

LA ORACIÓN DE LA RANA 368.

            Érase una vez un hombre muy austero que no ingería alimentos ni bebida mientras el sol no se hubiera ocultado. Un buen día ocurrió algo que le pareció ser un signo de que el cielo aprobaba sus austeridades: en lo alto de una montaña cercana, una estrella singularmente brillante se dejaba ver a plena luz del día, aunque nadie sabía quién la había puesto allí.

           El hombre decidió subir a la montaña, y una niña de la aldea insistió en acompañarle. El día era caluroso, y no tardaron ambos en sentir sed. El ánimo a la niña a que bebiera, pero ella le dijo que no lo haría si no bebía también él. El pobre se vio en el dilema: aborrecía la idea de romper su ayuno, pero también detestaba ver a la niña padeciendo sed. Al fin, se decidió a beber, y la niña hizo lo mismo.

          Durante un buen rato, no se atrevió a levantar la vista al cielo, porque temía que la estrella hubiera desaparecido. Imagínese su sorpresa cuando, al decidirse por fin a mirar hacia arriba, vio que había dos estrellas resplandeciendo en lo alto de la montaña.

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