sábado, 20 de junio de 2015

LA ORACIÓN DE LA RANA 338.

             Una noche, dos mercaderes en joyas llegaron casi al mismo tiempo a un refugio de caravanas en el desierto. Cada uno de ellos era absolutamente consciente de la presencia del otro y, mientras descargaban sus respectivos camellos, uno de ellos no pudo resistir la tentación de dejar caer al suelo, como por accidente, una enorme perla, la cual fue rodando hacia el otro, que con afectada cortesía la recogió y se la devolvió a su dueño diciendo: "¡Hermosa perla  la suya, sí señor! Grande y brillante como pocas..."

           "Muy amable de su parte", dijo el otro. "Pero, de hecho, es una de las gemas más pequeñas de mi colección."

           Un beduino que estaba sentado junto al fuego y había observado la escena se levantó e invitó a ambos a cenar con él. Y cuando empezaron a comer, les contó la siguiente historia:

            "También yo, queridos amigos, fui en otro tiempo joyero como ustedes. Un día me sorprendió en el desierto una gran tormenta que nos arrastró a mí y a mi caravana de aquí para allá, hasta que, perdido todo contacto con mi séquito, quedé totalmente aislado y sin saber dónde estaba. Pasaron los días, y me entró verdadero pánico cuando caí en la cuenta de que estaba dando vueltas en círculo, sin saber en absoluto dónde me encontraba ni en qué dirección debía caminar. Entonces, prácticamente muerto de hambre, eché al suelo toda mi carga que llevaba en mi camello y me puse a rebuscar en ella por enésima vez. Imaginen la emoción que sentí cuando di con una bolsa que hasta entonces no había visto. Con dedos temblorosos, la abrí, esperando encontrar algo de comer. E imaginen también mi desilusión cuando descubrí que lo único que contenía eran perlas..."
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