martes, 16 de junio de 2015

LA ORACIÓN DE LA RANA 334.

              Érase una vez un campo de concentración en el que vivía un prisionero que, a pesar de estar sentenciado a muerte, se sentía libre y carente de temor. Un día apareció en medio de la explanada tocando su guitarra, y una gran multitud se arremolinó en torno a él para escuchar, porque, bajo el hechizo de la música, los que le oían se veían, como él, libres del miedo. Cuando las autoridades de la prisión lo vieron, prohibieron al hombre volver a tocar.

            Pero, al día siguiente, allí estaba él de nuevo, cantando y tocando su guitarra, rodeado de una multitud. Los guardianes se lo llevaron de allí sin contemplaciones y le cortaron los dedos.

           Y una vez más, al día siguiente, se puso a cantar y a hacer la música que podía con sus muñones sanguinolentos. Y, esta vez, la gente aplaudía entusiasmada. Los guardianes volvieron a llevárselo a rastras y destrozaron su guitarra.

           Al día siguiente, de nuevo estaba cantando con toda su alma. ¡Y qué forma tan pura y tan inspirada de cantar! La gente se puso a corearle y, mientras duró el cántico, sus corazones se hicieron tan puros como el suyo, y sus espíritus igualmente invencibles. Los guardianes estaban esta vez tan enojados que le arrancaron la lengua.

           Sobre el campo de concentración cayó un espeso silencio, algo indefinible y como inmortal.

           Y, para asombro de todos, al día siguiente estaba allí de nuevo, balanceándose y danzando a los sones de una silenciosa música que sólo él podía oír. Y al poco tiempo, todo el mundo estaba alzando sus manos y danzando en torno a su sangrante y destrozada figura, mientras los guardianes estaban como inmovilizados y no salían de su estupor.

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