lunes, 15 de junio de 2015

LA ORACIÓN DE LA RANA 333.

             Una monja budista llamada Ryonen, nacida en 1779, era nieta del célebre guerrero japonés Shingen y había sido tenida por una de las mujeres más hermosas del Japón y una poetisa de notable talento, hasta el punto de que a a la temprana edad de diecisiete años fue elegida para servir en la corte imperial, donde llegó a cobrar un profundo afecto hacia su Alteza Imperial la Emperatriz. Pero ésta falleció de muerte repentina, y Ryonen sufrió una profunda experiencia espiritual que le hizo tomar una aguda conciencia de la naturaleza pasajera de todas las cosas. Fue entonces cuando se decidió a estudiar el Zen.

            Pero su familia no quería ni oír hablar de ello, y prácticamente la obligaron a casarse, no sin antes haber obtenido de sus padres y de su futuro esposo la promesa de que quedaría libre para hacerse monja una vez que hubiera dado a luz a su tercer hijo. Lo cual ocurrió cuando ella contaba veinticinco años. Y entonces, ni las súplicas de su esposo ni ninguna otra cosa en el mundo pudieron disuadirla de hacer lo que había anhelado con toda su alma. De modo que se rapó la cabeza, tomó el nombre de Ryonen (que significa "comprender con claridad") e inició su búsqueda.

         Llegada a la ciudad de Edo, pidió al Maestro Tetsugyu que la aceptara como discípula. Él la contempló unos instantes y la rechazó, porque era demasiado hermosa.

            Entonces acudió a otro Maestro, Hakuo, el cual la rechazó por el mismo motivo: su hermosura -dijo- únicamente causaría inconvenientes. De modo que Ryonen desfiguró su rostro con un hierro al rojo vivo, destruyendo para siempre su belleza física. Cuando volvió a presentarse ante Hakuo, éste la aceptó como discípula.

                Para conmemorar la ocasión, Ryonen escribió en la parte de atrás de un pequeño espejo un poema:

                 Como dama de mi Emperatriz,
                 quemé incienso
                 para perfumar mis hermosos ropajes.
                 Ahora, como pobre sin hogar,
                quemo mi rostro
                para entrar en el mundo del Zen.

               Y cuando supo quele había llegado la hora de abandonar este mundo, escribió otro poema:

               Sesenta y seis veces
               han contemplado estos ojos
               la belleza del otoño...
               No pidas más.
               Limítate a escuchar el rumor de los pinos
               cuando el viento está en calma.     
  

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