lunes, 30 de junio de 2014

LA ORACIÓN DE LA RANA 133.

                     Un anciano rabino se hallaba enfermo en la cama y, junto a él, estaban sus discípulos conversando en voz baja y ensalzando las incomparables virtudes del maestro.

                    "Desde Salomón, no ha habido nadie más sabio que él", dijo uno de ellos. "¿Y qué me decís de su fe? ¡Es comparable a la de nuestro padre Abraham!", dijo otro. "Pues estoy seguro de que su paciencia no tiene nada que envidiar a la de Job", dijo un tercero. "Que nosotros podamos saber, sólo Moisés podía conversar tan íntimamente con Dios", añadió un cuarto.

                 El rabino parecía estar desasosegado. Cuando los discípulos se hubieron ido, su mujer le dijo: "¿Has oído los elogios que han hecho de ti?"

                 "Los he oído", respondió el rabino.

                 "Entonces, ¿por qué estás tan inquieto?"

                  "Mi modestia", se quejó el rabino. "Nadie ha mencionado mi modestia".

                  Fue verdaderamente un santo el que dijo:
                  "No soy más que cuatro paredes desnudas y huecas".
                  Nadie podría estar más lleno.
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LA ORACIÓN DE LA RANA 132.

                  Subhuti, discípulo de Buda, descubrió de pronto la riqueza y fecundidad del vaciamiento de sí, cuando cayó en la cuenta de que ninguna cosa es permanente ni satisfactoria y de que todas las cosas están vacías de "yo". Y con este talante de divino vaciamiento se sentó, arrobado, a la sombra de un árbol, y de repente empezaron a llover flores alrededor de él.

                Y los dioses le susurraron: "Estamos embelesados con tus sublimes enseñanzas sobre el vaciamiento".

                 "¡Pero si yo no he dicho una sola palabra acerca del vaciamiento...!"

              "Es cierto", le replicaron los dioses, "ni tú has hablado del vaciamiento ni nosotros te hemos oído hablar de él. Ese es el verdadero vaciamiento". Y la lluvia de flores siguió cayendo.

              Si yo hubiera hablado de mi vaciamiento o hubiera tenido conciencia del mismo, ¿habría sido vaciamiento?

              La música necesita la oquedad de la flauta; las cartas, la blancura del papel: la luz, el hueco de la ventana; la santidad, la ausencia de "yo".
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LA ORACIÓN DE LA RANA 131.

                        La santidad, como la grandeza, es espontánea.

           Durante treinta y cinco años, Paul Cézanne vivió en el anonimato, produciendo obras maestras que regalaba o malvendía a sus vecinos, los cuales ni siquiera barruntaban el valor de aquellos cuadros. Tan grande era el amor que sentía por su trabajo que jamás pensó en obtener el reconocimiento de nadie ni sospechó que algún día sería considerado el padre de la pintura moderna.

           Su fama se la debe a un marchante de París que tropezó casualmente con algunos de sus cuadros, reunió algunos de ellos y obsequió al mundo del arte con la primera exposición de Cézanne. Y el mundo se asombró al descubrir la presencia de un maestro.

          Pero el asombro del maestro no fue menor. Llegó a la galería de arte apoyándose en el brazo de su hijo, y no pudo reprimir su sorpresa al ver expuestas sus pinturas. Y volviéndose a su hijo, le dijo: "¡Mira, las han emarcado!".
   

LA ORACIÓN DE LA RANA 130.

                   Érase una vez un hombre tan piadoso que hasta los ángeles se alegraban viéndolo. Pero, a pesar de su enorme santidad, no tenía ni idea de que era un santo. El se limitaba a cumplir sus humildes obligaciones, difundiendo en torno suyo la bondad de la misma manera que las flores difunden su fragancia, o las lámparas su luz.

                Su santidad consistía en que no tenía en cuenta el pasado de los demás, sino que tomaba a todo el mundo tal como era en ese momento, fijándose, por encima de la apariencia de cada persona, en lo más profundo de su ser, donde todos eran inocentes y honrados y demasiado ignorantes para saber lo que hacían. Por eso amaba y perdonaba a todo el mundo, y no pensaba que hubiera en ello nada de extraordinario, porque era la consecuencia lógica de su manera de ver a la gente.

              Un día le dijo un ángel: "Dios me ha enviado a ti. Pide lo que desees, y te será concedido. ¿Deseas, tal vez, tener el don de curar?" "No", respondió el hombre, "preferiría que fuera el propio Dios quien lo hiciera".

              "¿Quizá te gustaría devolver a los pecadores al camino recto?" "No", respondió, "no es para mí eso de conmover los corazones humanos. Eso es propio de los ángeles" "¿Preferirías ser un modelo tal de virtud que suscitaras en la gente el deseo de imitarte?" "No", dijo el santo, "porque eso me convertiría en el centro de la atención".

              "Entonces, ¿qué es lo que deseas?", preguntó el ángel. "La gracia de Dios", respondió él. "Teniendo eso, no deseo tener nada más". "No", le dijo el ángel, "tienes que pedir algún milagro; de lo contrario se te concederá cualquiera de ellos, no sé cual..." "Está bien; si es así, pediré lo siguiente: deseo que se realice el bien a través de mí sin que yo me dé cuenta".

              De modo que se decretó que la sombra de aquel santo varón, con tal de que quedara detrás de él, estuviera dotada de propiedades curativas. Y así, cayera donde cayera su sombra -y siempre que fuese a su espalda-, los enfermos quedaban curados, el suelo se hacía fértil, las fuentes nacían a la vida, y recobraban la alegría los rostros de los agobiados por el peso de la existencia.

             Pero el santo no se enteraba de ello, porque la atención de la gente se centraba de tal modo en su sombra que se olvidaban de él; y de este modo se cumplió con creces su deseo de que se realizara el bien a través de él y se olvidaran de su persona.
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LA ORACIÓN DE LA RANA 129.

                    El caballero que cortejaba a Lady Pumphampton había ido a casa de ésta a tomar el té, de modo que ella le dio una generosa propina a su doncella y le dijo: "Toma esto y, cuando oigas que grito pidiendo ayuda, puedes irte y tomarte el día libre".
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LA ORACIÓN DE LA RANA 128.

                       Unos han nacido santos,
                       otros alcanzan la santidad,
                       otros la reciben sin buscarla...

                Se declaró el fuego en un pozo petrolífero, y la compañía solicitó la ayuda de los expertos para acabar con el incendio. Pero el calor era tan intenso que no podían acercarse a menos de trescientos metros. Entonces, la dirección llamó al Cuerpo de Bomberos voluntarios de la ciudad para que hicieran lo que buenamente pudieran. Media hora más tarde, el decrépito camión de los bomberos descendían por la carretera y se detenía bruscamente a unos veinte metros de las llamas. Los hombres saltaron del camión, se esparcieron en abanico y, a continuación, apagaron el fuego.

              Unos días más tarde, en señal de agradecimiento, la dirección celebró una ceremonia en la que se elogió el valor de los bomberos, se exaltó su gran sentido del deber y se entregó al jefe del Cuerpo un sabroso cheque. Cuando los periodistas le preguntaron qué pensaba hacer con aquel cheque, el jefe respondió: "Bueno, lo primero que haré será llevar el camión a un taller para que le arreglen los frenos".

        ...y para otros, ¡ay!, la santidad no es más que un ritual.
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domingo, 1 de junio de 2014

LA ORACIÓN DE LA RANA 127.

                           Algunas cosas es mejor dejarlas como están:

                   Un animoso joven que acababa de obtener su diploma de fontanero fue a ver las cataratas del Niágara. Y, tras examinar el lugar durante un minuto, dijo: "Creo que podré arreglarlo".

LA ORACIÓN DE LA RANA 126.

                   Un domingo por la mañana, después de la misa, se fueron Dios y San Pedro a jugar al golf. Salió Dios en el primer hoyo con un poderoso golpe, pero la bola se desvió hacia el "rough", fuera de la calle.

                  Sin embargo, en el momento en que la bola iba a tocar el suelo, salió un conejo detrás de un arbusto, atrapó la bola entre sus dientes y corrió con ella hacia la calle. De pronto, un águila se lanzó en picado, enganchó al conejo con sus garras y salió volando hacia el "green". Cuando se hallaba en la vertical del "green", un cazador disparó con su rifle y alcanzó al águila en pleno vuelo. El águila soltó al conejo, el cual, al caer en el "green" soltó la bola, que fue rodando y entró en el hoyo.

                San Pedro, visiblemente molesto, se volvió hacia Dios y le dijo: "¡Ya está bien! ¿Has venido a jugar al golf o a perder el tiempo?"

                 ¿Y qué me dices de ti? ¿Prefieres entender y jugar el juego de la vida o perder el tiempo con milagros?
   

LA ORACIÓN DE LA RANA 125.

                     Le preguntaron a un hombre de ochenta y tantos años cuál era el secreto de su longevidad.

                     "Bueno", respondió, "no bebo ni fumo, y nado dos kilómetros cada día".

                     "Pero yo tuve un tío que hacía exactamente lo mismo y murió a los setenta años..."

                     "¡Ah!, lo malo de su tío es que no lo hizo el tiempo suficiente".

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LA ORACIÓN DE LA RANA 124.

                   Un joven compositor acudió en cierta ocasión a Mozart para que le dijera cómo desarrollar su talento.

                   "Le aconsejaría a usted que empezara por cosas sencillas", le dijo Mozart. "Canciones, por ejemplo".

                   "¡Pero usted componía sinfonías cuando todavía era un niño...!", protestó el otro.

                   "Es muy cierto. Pero yo no tuve que acudir a nadie a que me dijera cómo desarrollar mi talento".
   

LA ORACIÓN DE LA RANA 123.

                Un hombre bastante piadoso, que estaba pasando apuros económicos, decidió orar de la siguiente manera: "Señor, acuérdate de los años que te he servido como mejor he podido y sin pedirte nada a cambio. Ahora que soy viejo y estoy arruinado, voy a pedirte, por primera vez en mi vida, un favor que estoy seguro que no me vas a negar: haz que me toque la lotería".

           Pasaron días, semanas, meses... ¡y nada! Por fin, casi a punto de desesperarse, gritó una noche: "¿Por qué no me haces caso, Señor?"

          Y entonces oyó la voz de Dios que le replicaba: "¡Hazme caso tú a mí! ¿Por qué no compras un billete de lotería?"
  

LA ORACIÓN DE LA RANA 122.

                   Una mujer soñó que entraba en una tienda recién inaugurada en la plaza del mercado y, para su sorpresa, descubrió que Dios se encontraba tras el mostrador.

                   "¿Qué vendes aquí?", le preguntó.

                   "Todo lo que tu corazón desee", respondió Dios.

                   Sin atreverse casi a creer lo que estaba oyendo, la mujer se decidió a pedir lo mejor que un ser humano podría desear: "Deseo paz de espíritu, amor, felicidad, sabiduría y ausencia de todo temor", dijo. Y luego, tras un instante de vacilación, añadió: "No sólo para mí, sino para todo el mundo".

                 Dios se sonrió y dijo: "Creo que no me has comprendido, querida. Aquí no vendemos frutos. Únicamente vendemos semillas".
    

LA ORACIÓN DE LA RANA 121.

                  "Mamá, quiero tener un hermanito".

                  "Pero si acabas de tener uno..."

                  "Pues quiero tener otro".

                  "Verás... no puedes tener otro hermanito tan pronto. Lleva tiempo hacer un hermanito..."

                  "¿Y por qué no haces lo que hace papá en la fábrica?"

                  "¿Y qué hace papá?"

                 "Emplear a más hombres".
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LA ORACIÓN DE LA RANA 120.

                 Una familia de refugiados se sentía muy favorablemente impresionada por Norteamérica, especialmente una de las hijas, de seis años de edad, que no tardó en convencerse de que todo lo norteamericano era no sólo lo mejor, sino que incluso era perfecto.

                Un día, una vecina le dijo que esperaba un niño, y la pequeña Mary, al llegar a casa, quiso saber por qué ella no podía tener también un niño. Su madre decidió iniciarla en aquel momento en los secretos de la vida, y entre otras cosas, le explicó que hay que esperar nueve meses para tener un niño.

               "¡Nueve meses!", exclamó indignada Mary. "Pero, madre, ¿no estarás olvidando que estamos en Norteamérica?"
  

LA ORACIÓN DE LA RANA 119.

                    El presidente del Banco más importante del mundo se encontraba en el hospital. Uno de los Vicepresidentes fue a verle y le dijo: "Deseo expresarle el deseo de nuestra Junta de Directores de que recobre usted la salud y viva otros cien años. Esta es una resolución oficial aprobada por una mayoría de 15 votos a favor, 6 en contra y 2 abstenciones".

                  ¿Seremos capaces alguna vez de contener nuestros esfuerzos, incendiar el fuego, humedecer el agua y añadirle color a la rosa?
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LA ORACIÓN DE LA RANA 118.

                    Los futuros padres no  pueden ocultar su nerviosismo en la sala de espera del hospital. De pronto, aparece una enfermera y se dirige a uno de ellos: "¡Felicidades, ha tenido usted un niño!"

                   Entonces, otro dejar caer al suelo la revista que estaba leyendo, se pone en pie de un salto y exclama: "¿Qué dice usted? ¡Yo llegué dos horas antes que él!"

                   Por desgracia, hay cosas que se resisten a la organización.
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LA ORACIÓN DE LA RANA 117.

                 Un hombre se perdió en el desierto. Y más tarde, refiriendo su experiencia a sus amigos, les contó cómo, absolutamente desesperado, se había puesto de rodillas y había implorado la ayuda de Dios.

            "¿Y respondió Dios a tu plegaria?", le preguntaron.

            "¡Oh, no! Antes de que pudiera hacerlo, apareció un explorador y me indicó el camino".
  

LA ORACIÓN DE LA RANA 116.

              En su narración de los Santos, cuenta Attar cómo el sufi Habib Ajami fue un día a bañarse al río y dejó sus ropas en la orilla. Entonces pasó por allí Hasan de Basra, vio las ropas y, pensando que se las había dejado allí olvidadas algún despistado, decidió quedarse a vigilarlas hasta que apareciera su dueño.

            Cuando llegó Habib en busca de sus ropas, Hasan le dijo: "¿A quién dejaste al cuidado de tus ropas mientras ibas a bañarte al río? ¡Podrían habértelas robado!"

           Y Habib le replicó: "Las dejé al cuidado de Aquel que te ha impuesto a ti el deber de quedarte a vigilarlas".
 

LA ORACIÓN DE LA RANA 115.

           Goldberg poseía el más hermoso jardín de la ciudad y, siempre que pasaba por allí, el rabino le decía a Goldberg: "Tienes un jardín que es una preciosidad. ¡El Señor y tú sois socios!"

           "Gracias, rabino", respondía Goldberg, a la vez que hacía una reverencia.

           Y así durante días, semanas y meses... Al menos dos veces al día, cuando se dirigía a la sinagoga o regresaba de ella, el rabino decía lo mismo: "¡El Señor y tú sois socios!". Hasta que a Goldberg empezó a fastidiarle lo que, evidentemente, pretendía ser un cumplido por parte del rabino.

            De manera que la siguiente vez que el rabino djo: "¡El Señor y tú sois socios!", Goldberg le replicó: "Tal vez tengas razón. ¡Pero tendrías que haber visto este jardín cuando era el Señor su único propietario!"
   

LA ORACIÓN DE LA RANA 114.

                Un discípulo llegó a lomos de su camello ante la tienda de su maestro sufi. Desmontó, entró en la tienda, hizo una profunda reverencia y dijo: "Tengo tan gran confianza en Dios que he dejado suelto a mi camello ahí fuera, porque estoy convencido de que Dios protege los intereses de los que le aman".

              ¡Pues sal afuera y ata a tu camello, estúpido!", le dijo el maestro. "Dios no puede ocuparse de hacer en tu lugar lo que eres perfectamente capaz de hacer por ti mismo".
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LA ORACIÓN DE LA RANA 113.

                "De modo que éste ha sido tu primer vuelo... Y bien, ¿has pasado miedo?"

                "Bueno, para serte sincero, te diré que no me atrevía siquiera a descargar todo mi peso en el asiento".
 

LA ORACIÓN DE LA RANA 112.

              Una anciana mujer observó con qué precisión, casi científica, se ponía a cantar su gallo, todos los días, justamente antes de que saliera el sol, llegando a la conclusión de que era el canto de su gallo el que hacía que el sol saliera.

             Por eso, cuando se le murió el gallo, se apresuró a reemplazarlo por otro, no fuera a ser que a la mañana siguiente no saliera el astro rey.

            Un día, la anciana riñó con uno de sus vecinos y se trasladó a vivir, con su hermana, a unas cuantas millas de la aldea.

           Cuando, al día siguiente, el gallo se puso a cantar, y un poco más tarde comenzó a salir el sol por el horizonte, ella se reafirmó en lo que durante tanto tiempo había sabido: ahora, el sol salía donde ella estaba, mientras que la aldea quedaba a oscuras. ¡Ellos se lo habían buscado!

          Lo único que siempre le extrañó fue que sus antiguos vecinos no acudieran jamás a pedirle que regresara a la aldea con su gallo. Pero ella lo atribuyó a la testarudez y estupidez de aquellos ignorantes.
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